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Historias del playground







The follen idols

Los ídolos del playground fueron grandes jugadores que no tuvieron una trayectoria profesional. La mayoría de ellos responde a un perfil típico caracterizado por la pobreza extrema en los orígenes, una infancia durísima en las calles y una juventud que transcurre entre el playground, las bandas delictivas (casi siempre vinculadas a la venta de drogas) y otras tantas tentaciones y extravagancias que ofrece la calle (apuestas, lujos, excesos, etc.).
Si bien existen algunos que llegaron a triunfar tanto en la calle como en el básquetbol profesional, el destino más común de la mayoría de las grandes figuras del playground ha sido el delito, la cárcel y, en ocasiones, una muerte prematura y miserable. No obstante, sus nombres han trascendido el gueto, mientras una abundante literatura consagró a aquellas auténticas leyendas del playground.
La historia de Earl Manigault ilustra claramente los callejones sin salida que muy a menudo recorren aquellos héroes anónimos. Considerado uno de los mejores jugadores que ha dado la calle,  frecuentemente se lo compara con las máximas estrellas de la NBA, como Jordán, Johnson o Bird.
Nacido en Charleston (Carolina del Sur), hacia mediado de los años cuarenta, Manigault fue el último de nueve hermanos en una familia abandonada a la más extrema miseria. Con apenas cinco años, emigra con su madre al corazón neoyorquino de Harlem —en la calle 99 del West Side— donde se hacinaban los grupos negros más pobres. Una improvisada casilla de madera, sin agua ni luz, en medio de aquella jungla de asfalto dará cobijo a la familia durante años.
La infancia de Manigault transcurre plenamente en la calle, en un escenario que condensaba el básquetbol con la violencia, el delito y la miseria. Desde pequeño asistió frecuentemente al Amsterdam Park, donde se celebraban, hacia la década del sesenta, los encuentros más legendarios de la historia del playground.
Su trayectoria escolar en la Benjamin Franklin High School, brillante en lo que concierne al juego, terminó cuando fue expulsado de la misma por consumo de marihuana. Ingresó entonces en el instituto Laurindburg de Carolina del Norte, donde   —según G. Vázquez— era una “mezcla de jugador, feriante y amante de la droga blanda.”
Cuando salió de la escuela recibió ofertas de las mejores universidades del país. No obstante, Manigault eligió a la Johnson C. University, de muy bajo perfil, debido a que acogía solamente a estudiantes de raza negra.
Tras seis meses en la universidad, regresó a Harlem para dominar ampliamente el playground de los últimos sesenta. En su ámbito natural, Manigault se convertirá en el rey de su generación y en un ídolo para las generaciones que le siguieron (Axthelm, 1999:138).
Junto a Joe Hammond y Richard Kirkland —los otros dos grandes héroes del básquetbol de la calle—, integrará el mítico Urban League, que convocará a más de diez mil personas en sus presentaciones en la Rucker de Harlem.
Para entonces ya se había iniciado en el consumo de la heroína. En 1969, fue encarcelado por posesión de drogas y pasa sus primeros diecinueve meses tras las rejas. En la década siguiente se convierte en un completo adicto a la heroína y comienza a hacer servicios de entrega rápida para conseguir algunos ingresos.
En 1977, Manigault va nuevamente a la cárcel tras un intento de robo. Luego de dos años en prisión y un fugaz intento de comenzar una nueva vida en Charleston (Carolina del Sur), trabajará en programas de rehabilitación de drogadictos que le reportarán algunos ingresos. En 1987, cuando ya era una sombra física luego de trece años de feroz adicción, fue operado de una cardiopatía grave. A los 53 años, fallece como consecuencia de un espasmo fulminante.
Tan sólo unos pocos veteranos que habían compartido la gloria del playground acudieron al funeral. El entierro del fetiche tribal más legendario de la historia —cuenta  Vázquez— fue tan miserable como su propia vida.
La leyenda de Manigault simboliza, según Pete Axtehelm, los más terrible y sublime del city game (Axthelm, 1999:138). Su historia presenta todos los ingredientes del prodigio del playground: la espectacularidad en el juego; la extravagancia y el montaje circense, tanto en la cancha como fuera de ella; el orgullo de la raza y el rechazo al mundo blanco; las oportunidades perdidas; la droga, la cárcel y un final miserable.




Earl Manigault

Un nuevo estilo

En el playground se elaboró un estilo, una nueva manera de jugar básquetbol. Manigault se destaca como una figura que contribuyó, junto a Julius Ervin y a otros héroes del streetballer, en la invención de aquella nueva cultura del juego.
Debe recordarse que el virtuosismo atlético y la proeza acrobática, tal como las conocemos hoy en la NBA, no existieron desde siempre sino que fueron creados en un momento y un lugar precisos de la historia del básquetbol. Fue en el playground de Nueva York donde se vio, hacia mediados de los sesenta, a los primeros acróbatas del aire realizar las maniobras que culminaban en los espectaculares vuelos (volcadas, barridas, tapones), más tarde generalizados y hoy tan habituales en cualquier competencia profesional.
Earl Manigault ha quedado inmortalizado en la historia del playground por su capacidad voladora, por su increíble salto y por la prodigiosa destreza que desplegaba en cada uno de sus vuelos. Es muy posible, afirma Vázquez, que su vuelo vertical haya sido el más asombroso de todos los tiempos. Con apenas 1,85 de estatura, Manigault podía penetrar y dunkear por arriba de jugadores veinte centímetros más altos que él y realizar los movimientos más sublimes, potentes y veloces en plena suspensión.
 P. Axtehelm, en The City Game, describe su increíble doubble dunk:


Earl Manigault hizo todas aquellas cosas y muchas más, copiaba, innovaba y formaba uno de los más excitantes estilos jamás visto en Harlem. Ocasionalmente, el podía superar a algunos defensores, volcar la pelota con una mano, tomarla con la otra, levantarla y meterla dentro del aro por segunda vez antes de retornar al piso (Axthelm, 1999:139).
Hacia mediados de los sesenta, el playground funcionaba como un verdadero laboratorio donde se procesaba la revolución que transformó el básquetbol en Norteamérica. Las canchas de la calle fueron auténticos dispositivos de aprendizaje y formación, tal vez mejores que los universitarios, de los cuales salían grandes jugadores y donde, cada verano, se enfrentaban los mejores equipos del gueto ante una verdadera multitud.
Peter Vecsey, cronista de los Nets para el Daily News además de jugador, entrenador y manager de dos equipos legendarios de la Rucker, fue un testigo privilegiado de los años de oro del playground de Harlem. Vecsey, en una entrevista publicada en la revista especializada Slam, destaca que algunas acciones históricas que ha dado la NBA, tuvieron en la Rucker de los setenta su más auténtico escenario de ensayo y purificación.
La célebre jugada del Dr. J en las finales contra los Lakers de 1980 —un malabarismo aéreo que comenzaba con un vuelo hacia el aro, una suspensión interminable en el aire con cambio de manos y de piernas para convertir luego del otro lado— había sido realizada por Julius, según Vecsey, frecuentemente en la Rucker de los setenta (Lang, 2003).
Aquella nueva cultura, que el Dr. J llevó hasta su mayor expresión, se resumía en un exquisito estilismo de juego en el cual la libertad, el vértigo y la estética, se mezclaban con el instinto de la calle, para dar una verdadera orgía de talento y básquetbol.





 
Ética y estética del playground

No fue sólo en el juego, sino también en el lenguaje, el consumo, la moda donde fue creado un estilo profundamente vinculado con la calle e indisoluble de la experiencia del playground.
Una estética del cuerpo sobresalía en aquella nueva sensibilidad. Largos abrigos, hombreras generosas, amplios sombreros de medio lado, colores chillones, cuellos de pico, campanas al suelo, afro intacto, elegancia definían el prodigious style que, según la revista Slam, condensaba la “substancia” de la Golden Era del playground.
Una ética se mostraba también a través de caminos diversos: la rebeldía, el orgullo, la transgresión. Sin duda, la obstinada negativa de muchas de las figuras del asfalto a adaptarse al medio universitario o profesional estaba motivada por un espíritu comunitario que rechazaba los caminos autorizados por el gesto segregador.
Un nuevo lenguaje aparecía también con el básquetbol como eje y el Hip Hop, el spanglish, y la gangsta culture como marco catalizador. El Trash Talk —más que de una degradación del lenguaje se trata de la creación de uno nuevo— ilumina el playground de los setenta con un estilo bien definido y una identidad feroz.
Su naturaleza fonética surgida del impulso de la calle, impregna al nuevo discurso de apócopes, “que lo acortan a la vez que lo definen: ‘cuz’ por ‘because’, ‘u’ por ‘you’, ‘r’ por ‘are’, ‘tha’ o ‘da’ por ‘the’, ‘naw’ por ‘now’, ‘b’ por ‘be’, ‘mite’ por ‘might’, ‘sum’ por ‘summer’, ‘nigga’ por ‘nigger’, ‘broda’ por ‘brother’, ‘ppl’ por ‘people’ o ‘peeps’ por ‘peoples” (Vázquez).
La ética, la estética y el lenguaje de la calle a menudo se deslizaban hasta la extravagancia, el circo y la ostentación. Muchos héroes anónimos sobresalían en este rubro, en una zaga que puede remontarse hasta los antiguos equipos barnstorming, como los Globetrotters o los New York Renaissance.
Joe Hammond fue un pionero en el uso de recursos extravagantes y bizarros como demostración de identidad, poder y transgresión. Cuenta la leyenda que en aquella recordada final contra los Westsiders en 1970, Hammond no había acudido todavía a la cancha cuando una multitud rebasaba ya la capacidad del parque y el árbitro se disponía a dar comienzo al combate entre los brothas del East Harlem y los amigos de Dr. J.
Tras algunos minutos de juego, con una ventaja considerable alcanzada rápidamente por los Westsiders y la multitud enloquecida por la ausencia de Hammond, se produjo un silencio repentino, seguido de un alboroto en algún punto del parque que levantó al público en dominó. El partido se detuvo para contemplar a un sudoroso y desalineado Hammond que había llegado conduciendo… una limosina!
Años después, en pleno corazón de Brooklyn, otra joya del streetball y uno de los más grotescos personajes que diera el playground, llamado James Williams (según Rick Telander, tenía todos los movimientos de Jordan antes que Jordan) repetía la misma escena, con alguna variación.
Tras el inicio del combate y cuando el público ya había alcanzado su mayor expresión, James “Flay” Williams llegaba al playground del Foster Park en un Rolls Royce dorado, a gran velocidad. Luego de un giro y derrape, se detuvo en el medio de la calle. Bajó rápidamente y atravesó con toda tranquilidad la pasarela mientras la gente lo reconocía y comenzaba a reír, gritar y aplaudir. Vestía un largo saco de visón, un gran sombrero de gaucho blanco y unos lentes de sol que le cubrían la mitad de la cara. Una vez en la cancha se quitó el abrigo, abajo vestía sólo camiseta, pantalón corto y unas viejas zapatillas de lona negra, y entró en acción (Mc Carron, 2003).
Denis Rodman tuvo sus ilustres antecesores, mucho antes de que su inconfundible figura fuera mundialmente conocida gracias a su trayectoria en la NBA. Extravagancia, ostentación, rebeldía, las más bizarras de las conductas eran moneda corriente entre las grandes estrellas que diera la calle y consagró el playground.




Joe Hammond



El básquetbol y la vida en el gueto

El delito, la comercialización de droga especialmente, estigmatizó la existencia de la mayoría de los grandes héroes del playground. Algunos de ellos fueron verdaderos narcos con control sobre territorios de considerable magnitud, muchos otros sólo fueron distribuidores menores que se ganaban la vida haciendo pequeñas entregas diarias en circuitos acotados, frecuentemente, a cambio de una miserable dosis.
Hacia principios de los setenta, cuando se disputaba aquel encuentro legendario entre Milbank y Westsiders, Joe Hammond era el líder de una de las bandas de narcotraficantes más importante del este de Harlem, que controlaba una vasta zona de manzanas entre la 95th y la 155th y abastecía a miles de clientes.
Luego de aquel enfrentamiento, Hammond quedó consagrado como el mejor jugador de la calle y su fama trascendió las fronteras de Harlem. Los representantes de los equipos profesionales (ABA, NBA) comenzaron a visitar la Rucker, que según Vázquez, se había convertido entonces en el santuario más genuino del baloncesto negro.
En 1971, Hammond jugó en los Jets de Allentown, en la Eastern Basketball Association (actual CBA), donde brilló en el All Star de aquella edición. Luego de aquella actuación, Hammond recibió ofertas de Los Angeles Lakers, que había sido tricampeón de la NBA, con Wilt Chamberlain y de los Nets (luego campeón de la ABA con Juluis Erving). Ambas ofertas, que le abrían la puerta al mejor básquetbol del mundo, fueron rechazadas por Hammond, quien no tenía la más mínima intención de cambiar su reino en Harlem por una ridícula oferta de la NBA:

Aquellos tipos debían pensar que le estaban ofreciendo el mundo a un miserable negro del gueto pero yo no necesitaba para nada su dinero. Vendía droga y jugaba a los dados en la calle desde que tenía diez años. Con quince tenía una cuenta secreta de mi padre en el banco de unos 50 mil dólares y cuando los Lakers me hicieron la oferta tenía unos 200 mil pavos en mi apartamento. Yo ganaba miles de dólares vendiendo heroína, cocaína, 'crack' y marihuana. ¿Para qué necesitaba los 50 mil dólares de los Lakers? Lo único que hice fue decirles que yo merecía lo mismo que sus jugadores porque en realidad era mucho mejor que la mayoría de ellos, pero rechazaron pagarme más. Ellos no podían entender como un pordiosero podría estar regateándoles así y por supuesto tampoco yo les dije por qué (Vázquez) 
Richard Kirkland fue otra de las grandes figuras anónimas de los setenta. Jugaba junto con Hammond en los Milbank (integrando la mejor pareja de la Rucker de todos los tiempos), y participaba también en sus negocios con la droga. A diferencia de Hammond, quien no asistió a colegio alguno, Kirkland tuvo una destacadísima actuación en el básquetbol universitario. En 1968 fue estrella en Norfolk State, donde terminó como máximo anotador de Estados Unidos, y al año siguiente asistió al campo de entrenamiento de los Chicago Bulls. Allí recibió inmediatamente una oferta de la franquicia tras sorprender desde el inicio con grandes actuaciones.
Al igual que Hammond, Kirkland rechazó arrogantemente el ofrecimiento, luego de una discusión con el entrenador de los Bulls —“Gano más dinero en la calle que el que nunca me podáis ofrecer aquí”— contestaba Kirkland, para volver enseguida a su Harlem natal (Hollander, 2003).
Antes que adaptarse a las normas y a la disciplina del básquetbol profesional, tanto Hammond como Kirkland optaron por seguir en el gueto, donde eran adorados por multitudes, ganaban dinero y tenían acceso a todo lo que deseaban (drogas, mujeres, etc.).
En aquellos grandes jugadores anónimos, como en muchos otros surgidos de la calle, la proeza tenía casi siempre un final dramático. La tragedia terminaba, la mayoría de las veces, imponiendo su ley implacable sobre el impulso vital, el prodigio y la orgía de juego que se desplegaba diariamente en los parques del gueto.
La cárcel fue el destino de muchos de los héroes caídos, especialmente cuando la era Reagan profundizó las políticas de criminalización de la pobreza. Manigault, Hammond, Kirkland y muchos otros jugadores negros de la calle comprendieron, entre rejas, el precio de una tenaz obstinación.
No obstante, había en dicha negativa una afirmación que ponía en positivo la vida del gueto. Aquella afirmación era también rebeldía y orgullo, tan propios de aquellos setenta, que en ocasiones llegaba hasta la arrogancia.
La triste historia de Raymond Lewis, otro héroe trágico, sea tal vez la que mejor muestra aquella arrogancia de los grandes jugadores del gueto, como también la incomprensión, consciente o no, de las reglas que jalonan el camino correcto de la adaptación.
Raymond contaba con doce años cuando los disturbios del 13 de agosto de 1965, en el distrito angelino de Watts, culminaron luego de seis días de estado de sitio, palizas, asesinatos y detenciones, con un saldo de treinta y dos muertos (casi todos negros).
Lewis tuvo una infancia complicada y hasta peligrosa en aquel gueto de Los Ángeles. En la escuela, sin embargo, se destacó rápidamente por su talento para el básquetbol. La Verbum Dei, de la calle 110, muy próxima a Central Avenue, agrupaba a unos trescientos chicos negros y latinos entre noveno y duodécimo grado. Su increíble capacidad de juego convirtió a aquel colegio en uno de los más poderosos de la zona (llegó a ganar siete campeonatos consecutivos de la CIF Southern Section), y le permitió a Lewis figurar como el mejor jugador de la conferencia en sus años como junior y senior.
Su trayectoria universitaria también fue brillante. Pretendido por la Long Beach State, Lewis finalmente desembarcó en Los Ángeles State —escándalo por dinero mediante— en 1972 (Feinberg, 1995). Aquel año lideró la tabla de anotadores de toda la NCAA con treinta y dos puntos de promedio, mientras que al año siguiente terminaría segundo con treinta y cuatro.
En 1973, llega a la NBA elegido por Philadelphia. Poco tiempo después de iniciado el campus de preparación, donde se destacó rápidamente, y de anotar cincuenta y tres puntos en un partido contra los rookie de Los Ángeles Lakers, Lewis exigió renegociar el contrato que había firmado inicialmente por considerar que había sido injusto; exigencia que fue rotundamente rechazada por los dueños del equipo.
Finalmente, tras algunas idas y venidas, Raymon Lewis fue suspendido por Philadelphia para el período que abarcaba los tres años de su contrato. En 1976, se recluyó en Watts, atormentado por una profunda depresión y el abuso de drogas. No obstante, en 1978, aparecerá jugando en los Clippers, donde tuvo cuatro actuaciones por encima de los cincuenta puntos y en dos de ellas consiguió ganar el partido sobre el final… lanzando desde el medio campo! Nuevamente Raymond exigió una renegociación más justa de su contrato y el final fue el mismo que en Philadelphia, el despido.
Siendo aún muy joven, y uno de los mejores basquetbolistas del mundo, Lewis no tuvo, a partir de entonces, ninguna puerta abierta en el medio profesional. No volverá a jugar y se recluirá definitivamente en su Watts natal, donde volverá al consumo de drogas y alcohol.
Lewis murió el 11 de febrero del 2001 a los 48 años. Había contraído una grave infección en su pierna derecha, la cual debía ser amputada ante el riesgo de muerte. Raymond se negó a perder la pierna porque de hacerlo no podría seguir jugando en el playground, según cuentan, “lo único que lo ataba a la vida.”


 





 
Del gueto comunitario al hipergueto

Estas historias están vinculadas con las transformaciones que modificaron profundamente la geografía social del gueto comunitario de los sesenta, y dieron origen a lo que Loïc Wacquant (2001) denomina el hipergueto.
La tragedia de los ídolos de la calle expresa —de alguna manera— el drama de la raza negra en Norteamérica, tras el empobrecimiento, desarticulación y feroz segregación que se preducen a partir de los setenta.
La solidez, la identidad y la relativa prosperidad del gueto después de la posguerra comenzaron a resquebrajarse luego de las reformas neoliberales iniciadas por Nixon y profundizadas por Reagan.
Un indicador clave del empobrecimiento del gueto en este período lo constituye el alto índice de desocupación debido a la disminución del empleo industrial en las grandes ciudades del norte. Nueva York, Chicago, Detroit, Filadelfia y Baltimore sufrieron la pérdida de la mitad de su base manufacturera entre la década del cincuenta y principios de la década del ochenta. Quienes más se vieron perjudicados por esta declinación fueron los trabajadores de las minorías negras, tradicionalmente sobre representados en el trabajo industrial, especialmente en áreas de baja calificación.
La eficacia devastadora de la reconversión industrial fue acompañada por el desplazamiento de la línea de color como efectos de las nuevas políticas de urbanización, la desarticulación de la asistencia social y el achicamiento selectivo de los servicios públicos (transporte, escuelas, bibliotecas, hospitales, comisarías).
El resultado de aquellas transformaciones fue el hipergueto, un nuevo territorio escindido, empobrecido y aislado, con una mayor concentración de la población negra más pobre, ubicado en las áreas céntricas deprimidas (inner city).
Un sombrío espectáculo aparece donde poco más de cuarenta años atrás florecían la cultura y el orgullo negro: en Harlem, en el Brownsville de Brooklyn, en Camden (Nueva Jersey), en el East Side de Cleveland, en Roxbury (Boston), o en el South Side de Chicago. Edificios abandonados, baldíos repletos de escombros y deshechos, veredas destruidas, iglesias con frentes tapialados y restos chamuscados de tiendas recientemente incendiadas constituyen el escenario miserable que da testimonio de aquella devastación.
Los parques municipales —la cuna del playground— se han convertido en territorios peligrosos, dominados por las pandillas y, muchas veces, vedados para los jóvenes de bandas rivales, mientras que el peligro físico y la violencia son el denominador común de la vida cotidiana del gueto. En Harlem, los varones tienen menos posibilidades de sobrevivir después de los treinta y cinco años que sus pares de Bangladesh (McCord y Freeman, 1989:173-177).
El aumento de la violencia ha sido el resultado del empobrecimiento, como también de la desarticulación de la antigua estructura institucional y social que diera al gueto comunitario su reconocida cohesión e identidad.
Los empleos ilegales: robos, apuestas, prostitución, tráfico de drogas, etc., representaron la mejor alternativa, muchas veces la única, de supervivencia ante la pérdida de las fuentes laborales y el corrimiento de la línea de color que aisló y estigmatizó como nunca a los afroamericanos más pobres.


De esta manera —destaca Wacquant (2001: 110)—  mientras que en su forma clásica el gueto actuaba como un escudo protector contra la brutal exclusión racial, el hipergueto ha perdido su rol positivo como un cobijo colectivo, transformándose en una maquinara mortífera de una relegación social descarnada.

El repliegue del welfare no significó el retiro del Estado, sino un cambio sustancial de sus políticas de intervención. De la contención y ayuda social para las minorías pobres el Estado norteamericano pasó a priorizar las políticas de vigilancia, criminalización y contención punitiva de las mismas.
Hacia fines del milenio, el gobierno norteamericano gastaba más de doscientos mil millones de dólares al año en sus políticas de control del delito. La población carcelaria se triplicó entre 1980 y 1994, golpeando con especial brutalidad a los pobres afroamericanos del gueto; un adulto negro de cada diez está en prisión, mientras que la proporción es de uno cada veintiocho para el país en su conjunto. Y uno de cada tres está bajo la supervisión de la justicia criminal o ha sido detenido en algún momento en el transcurso de un año  (Wacquant, 2001:116).
En este contexto de transformaciones profundas, el básquetbol continúa siendo una institución central en la estructura del gueto aunque su funcionamiento ha sido alcanzado por los nuevos escenario económicos, sociales y políticos.
Algunos análisis coinciden en señalar que el antiguo brillo alcanzado por el básquetbol de la calle en las décadas del sesenta y del setenta ha dado paso a una lenta decadencia a partir de los ochenta y los noventa. Dicha declinación estaría mayormente vinculada con  coordenadas simbólica —la solidaridad, el espíritu grupal, la cohesión, la pertenencia— antes que con su desarrollo técnico. Señalan también que el streetball actual posee una raíz netamente individualista, radicalmente opuesta al move the ball, de inspiración equipista de los años dorados de la Rucker, que prioriza el lucimiento personal antes que el rendimiento del conjunto.
En la actualidad, el playground ha alcanzado un desarrollo increíble y una inmensa cantidad de nuevas Rucker animan durante el verano los parques y las plazas de la ciudad.
La antigua Rucker (hoy el Entertainment Basketball Classic), el playground más poblado del planeta, se disputa entre mediados de junio a mediados de agosto y sigue convocando a una gran cantidad de público. Allí es posible encontrar algún jugador NBA, al igual que en The Greater New York Pro-Am Summer League, disputada en el Riverside State Park.
Otros playground importantes de la ciudad de Nueva York son: la Harlem Week, el Riverside Park, el borde del Central Park justo encima del Great Lawn, el Asphalt Green, los parques de la 27 en la 2ª Avenida, la West 4th Street en la 7º Avenida (donde rodó la marca Nike los publicitarios de Jordan), el West Side Highway o los torneos que organiza la YMCA (la West Side YMCA de la calle 63th del Oeste de Central Park, la Vanderbilt YMCA en la calle 47th entre la Segunda y la Tercera Avenidas y la Harlem YMCA de la calle 135th del Oeste).
Las grandes metrópolis norteamericanas son —sin duda, Nueva York en primer lugar— los únicos lugares en el mundo donde el básquetbol se juega masivamente en la calle, cuyo parangón sea —posiblemente— el fútbol que se juega en las playas brasileñas o en los potreros argentinos.





Fuente:
de la Vega, E. (2006) La gloria del básquetbol. Genealogía del dream team argentino. Homo Sapiens. Rosario.


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